Desde hace muchos años el corazón me traiciona. Siento, de forma absurda, que la NBA le debe algo al aficionado español. Recalco lo de «español» porque en modo alguno voy a sentir pena por los franceses o los hijos de la Gran Bretaña.
Sería raro, o más bien imposible, que cualquier aficionado de sillonball no comenzase su carrera como seguidor del deporte profesional desde el sofá de su casa. Al lado —probablemente— de su padre, el niño o niña comienza a ver partidos de fútbol, baloncesto o tenis y descubre si eso que se muestra en pantalla le atrae. En caso de que sea así, esta personita seguirá un proceso vital consistente en crecer y ver partidos al lado de su familia, construyendo recuerdos imborrables en las grandes citas compartidas. Eliminatorias, finales de torneos, Juegos Olímpicos, Mundiales…
Con la camiseta o la bufanda puesta, listos para disfrutar de una merienda o cena en la que rara vez no habrá tortilla, embutido, queso, aceitunas o patatas fritas. Puede que incluso pizza.
«¿Te acuerdas de aquellos cuartos de final de Eurocopa contra Italia que vimos con el abuelo?»
«Nunca olvidaré los que estábamos el día en que Pau Gasol arrasó a Francia».
«¡Los saltos y gritos que dábamos cuando por fin ganamos un Mundial!»
Pasarán los años y aquel niño o niña se convertirá en una persona joven que seguirá viendo deporte. Pero tal vez durante los partidos históricos cambie de compañía.
—El sábado vemos el partido juntos, ¿no?
—No puedo, papá. He quedado para verlo con mis amigos.
—Vale, no te preocupes, hijo.
El padre habrá perdido su compañía favorita, pero verá el partido acompañado. De su mujer, de su hermano, de su madre, de la hija pequeña. Nunca lo hará solo. Y cuando acabe el choque, escribirá o llamará a su hijo. Hemos ganado. Hemos perdido. Da igual. Compartirá la alegría o la tristeza porque puede hacerlo.
En cambio el aficionado NBA español siempre ha vivido bajo el sacrificio.
No hablo solo del escaso espacio concedido a esta competición en los medios de comunicación durante décadas; también me refiero a la imposibilidad de ver partidos históricos como el retorno de Michael Jordan en 1995. Por no hablar de la obligación a tener que trasnochar y malvivir para poder disfrutar en directo de cualquier encuentro de Finales NBA a lo largo de la historia.
Pero lo peor no es eso.
El aficionado español ha tenido que sobrellevar todo lo anterior y más —una competición de pago oculta a horas intempestivas— en solitario. Nunca ha podido compartir un gran partido de Finales NBA en familia o con amigos. No ha existido ese ‘previo’ a las grandes citas en las que rebajar los nervios hablando con unos y otros alrededor de una mesa plagada de platos de comida. ¿Qué vas a organizar a las tres de la madrugada, alma de cántaro?
Siempre con galletas y no patatas fritas. Siempre en solitario.
Es por eso por lo que veo al aficionado NBA español como a un héroe. Como alguien que hace algo contra natura. A costa de horas de sueño, de dinero, de sus relaciones. Sacrificándose. Sufriendo o gozando, pero siempre solo, sin poder compartir en vivo ese fragor que solo puede producir la historia en directo.
De ahí nace mi sentimiento de deuda de la NBA con España. De ahí también sale mi empuje por planificar con meses de antelación los partidos que podré ver y compartir en familia. Un domingo por la tarde, Navidad, el día de Martin Luther King Jr., los Game 7 que el destino nos regala a las 19:00 o 21:30.
Para que cuando toque estar solo ante el gran momento de la temporada, sin apenas haber podido hablar de ello con nadie cara a cara, al menos tengamos el recuerdo de que en el camino ha habido días en los que sí había alguien al lado.
Hoy es el día. Hoy comienzo mi 18ª temporada consecutiva cubriendo la NBA y la 38ª como aficionado.
¿Me acompañas?
—Elio
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PD: mis mejores deseos para este nuevo curso. Que dentro de unos meses todos sigamos aquí leyendo y comentando sería la mejor noticia.
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